A veces, cuando el mundo se vuelve demasiado complicado y las personas más incomprensibles que de costumbre, acudo a mi estantería de películas de emergencia y con frecuencia Big Fish suele ser mi elección. La última gran película de Tim Burton, quizá la única verdaderamente buena antes de volverse una parodia de sí mismo, con tanta pamplina gótica autoimpuesta, es una fábula adulta sobre la importancia de soñar despierto y usar la imaginación para darle una capa de pintura a un mundo que gira en blanco y negro. Con formas y colores que nadie verá ni comprenderá, aparte de uno mismo, pero indispensables para darle algo de significado al doloroso trámite de existir.
Casi todo el mundo tiende a fantasear un poco a la hora de contar alguna anécdota. A veces resulta irresistible agrandar y adornar ciertos detalles para darle más sabor a un relato. Edward Bloom es un hombre que lleva el cuentismo hasta tal punto que resulta imposible separar la realidad de la fantasía. Su afición a transformar sus vivencias en relatos increíbles fascina a todo el mundo, menos a su hijo William, un hombre con los pies en la tierra que al llegar a la madurez desprecia a su padre por no haberle mostrado nunca la realidad tal como es.
Cuando la muerte está a punto de alcanzar a Edward, su hijo se ve obligado a retomar el contacto después de tres años sin dirigirle la palabra. Mientras su padre agoniza, él aprovecha para seguir las pistas de sus cuentos con la intención de reconciliar al hombre con el mito. Conforme William va uniendo los puntos no solo reconstruye la parte más humana de su padre, también descubre un par de cosas sobre sí mismo.
– ¡Ni siquiera me conoces!
– Tengo el resto de mi vida para conocerte.
No contaré más de la película porque no me perdonaría destripar sus sorpresas a nadie que todavía no la haya visto. Aún así, me sorprende lo bien que Big Fish aguanta el paso de los años y los múltiples visionados. Ha llovido mucho desde 2003, cuando la vi en el cine por primera vez, y después de casi una década sigo necesitando un pañuelo para sobrevivir a los pasajes más emotivos, especialmente el precioso final.
Tampoco supone un problema saberme prácticamente de memoria todos los diálogos. Al contrario, resulta reconfortante reproducirlos una y otra vez, como cuando una abuela te recuerda uno de esos consejos vitales tan importantes y tan fáciles de perder de vista.
Dicen que cuando conoces al amor de tu vida el tiempo se para, y es verdad. Lo que no dicen es que cuando vuelve a ponerse en marcha se mueve aún más rápidamente para recuperar lo perdido.
Como esos discos reservados para ocasiones especiales, Big Fish funciona como una vacuna cuando el cinismo que nos rodea alcanza cotas intolerables y su visionado debería ser prescrito en dosis anuales por los médicos de cabecera. Es cierto que una película no hará desaparecer el paro, no resucitará a los que ya no están ni hará que esa chica comience a fijarse en ti, pero al menos funciona magistralmente como recordatorio de que el mundo puede ser un lugar muy miserable y vacío si olvidamos que los significados son mucho más importantes que los significantes. Conservar esa chispa de ilusión es lo que separa la capacidad de convertir un puñado de narcisos en un vulgar un ramo de flores o en una desesperada demostración de amor capaz de dejar sin aliento a la persona indicada.
Habrá a quien vea en Big Fish una bobalicona sensiblería. Probablemente se trata de la misma gente que azotaría con un látigo a Amélie hasta transformarla en un lamento existencialista con unos toques de afilada crítica social. Si es el caso, circulen, aquí no hay nada que ver. Dejen los asientos libres para quien todavía conserve algo de alma en el cuerpo. Con los tiempos que corren ver esto les hará mucha falta.