Resulta de agradecer que dentro del panorama ultracorporativista del Hollywood actual todavía existan directores como Christopher Nolan, con suficiente influencia en los despachos como para “convencer” a Warner de estrenar su última película en medio de una pandemia mundial. Ciertamente no es el momento más propicio para recuperar una inversión multimillonaria, pero no es menos cierto que la industria se encuentra con el agua al cuello y más necesitada que nunca de productos mediáticos que lleven al público a las salas.

Independientemente de su calidad cinematográfica, a Tenet le debemos que por fin se haya roto el funesto círculo vicioso de “la gente no va al cine por miedo al coronavirus – no hay estrenos porque la gente no va al cine – como no hay estrenos, la gente sigue sin ir al cine“. Posiblemente habría recaudado cinco veces más en otro contexto, pero aún así Nolan ha demostrado que incluso en medio de una crisis sanitaria una película con tirón puede recaudar más de 50 millones de dólares en una semana. Se agradece, por fin, un acontecimiento cinematográfico, y tal y como están las cosas la película casi es lo de menos.

Conviene ir a ver Tenet sin saber gran cosa sobre su argumento, puesto que el esfuerzo por desentrañar la maraña propuesta por Nolan es el principal interés de las dos horas y media de metraje, así que no desvelaré gran cosa. Para ubicarla, basta decir que es una prima hermana de Origen (Inception, 2010). Si aquella era una película de atracos con girito onírico (por cortesía de Satoshi Kon), en esta ocasión se trata de una cinta de espías a lo Misión imposible con el aliño de unos viajes en el tiempo planteados de una forma rara vez vista en el cine, aunque por otra parte perfectamente lógicos y muy en la línea de las últimas teorías al respecto. Los cinéfilos más resabidos verán no pocos puntos en común con Primer (2004), una modesta producción casi amateur que, siendo diametralmente opuesta a la de Nolan en cuanto a pretensiones y medios, sentó algunos precedentes hace 16 años. Sí, incluso en lo de inspirar complicados diagramas para resumir la retorcida trama.

El problema de Tenet es que, a diferencia de Primer, el hilo conductor de los viajes temporales no es lo que sostiene la historia, sino que actúa como envoltorio para una sucesión de escenas de acción excesivas y de irregular resultado. Tanto a nivel de planificación como de montaje, la película es una virguería y un formidable logro cinemático. Como también sería una virguería y un gran logro usar un acelerador de partículas para hacer una tortilla francesa, pero a nadie se le ocurriría jamás llevarlo a la práctica porque sería excesivo, muy caro y una estupidez sin ningún sentido. Tenet tiene ese problema. Parte de una idea interesante que podría haber derivado en una gran película de acción si hubiera caído en las manos de alguien desacomplejado y talentoso, como John Woo o el Paul Verhoeven de Desafío total (Total Recall, 1990), pero Nolan es un cineasta tan pretencioso y egocéntrico que, en su afán por envolverla con capas y capas de grandilocuencia, es incapaz de ver cuándo el producto final empieza a resultar ridículo.

Del mismo modo que en Dunkerque, el director se empeña en retorcer innecesariamente una historia que no lo necesita y, aunque por el camino nos regala algunos momentos memorables como la espectacular secuencia central a dos tiempos, Tenet es una película aparatosa y plagada de pasajes complicados artificialmente con el aparente objetivo de aturdir y confundir al espectador.

Tampoco ayuda la mala dirección de unos actores con los que resulta difícil empatizar. Hay algunas líneas de diálogo realmente sonrojantes que, de nuevo, tratan de marear al respetable para hacerle creer que lo que está viendo es algo más que una buena idea tan pasada de rosca que al final resulta irreconocible. Durante los primeros compases da incluso la sensación de que el absurdo es consciente, pero cuando la trama comienza a enfilarse la ilusión de que en alguna parte hay una intencionalidad surrealista a lo Terry Gilliam se desvanece. Cuando llega ese momento tan solo queda resignarse y dejarse llevar hacia donde demonios vaya a acabar esto.

El prestigio (The prestige, 2006), además de ser la carta de presentación del director para el gran público, es todo un ensayo de la estructura que Nolan ha ido repitiendo como un mantra durante prácticamente todas sus películas posteriores. Coger un subgénero de sobra conocido e introducir con la mano derecha un elemento de extravagancia que capte la atención del público de tal manera que no se percate de que con la mano izquierda está colocando una serie de trampas argumentales que posteriormente activará en cadena para culminar la función con un truco final que deje al público boquiabierto.

Por desgracia para Nolan, a pesar de los aparatosos fuegos artificiales que despliega en Tenet, en esta ocasión es vergonzosamente fácil pillarlo metiéndose cartas debajo de la manga. Vuelve a tomar por gilipollas a los espectadores y, aunque el guión no cae tanto en la sobreexplicación como en otras ocasiones, sí que arruina importantes giros anticipando y recalcando detalles clave que, cuando se destapan, ya no sorprenden a nadie. Tenet pone de manifiesto, más que ningún otro título de su filmografía, que el gran problema de Christopher Nolan es que se cree Houdini, pero en realidad no llega ni a Juan Tamariz.

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