Resulta escandalosa la ineptitud que ha demostrado Disney a la hora de manejar la franquicia Star Wars. Ciertamente, orquestar tan pantagruélico artefacto de cultura pop debe resultar una tarea inabarcable ante la imposibilidad de contentar a todo el mundo. Su propio creador, George Lucas, tardó década y media en darle continuidad a la trilogía original y cuando lo hizo, porque otra cosa no pero avispado es un rato, optó por inaugurar una trilogía de precuelas, dejando que el marrón de narrar los eventos posteriores a El retorno del jedi recayera en novelas y otros productos derivados. Ni siquiera con esas evitó que las películas que narran la caída de Anakin Skywalker aún hoy sigan siendo objeto de acalorados debates dentro del fandom más plasta, aunque parece que con los años finalmente han sido aceptadas como ese amigo que al principio te cae mal pero le acabas cogiendo cariño.

Tomar el timón de Star Wars es garantía de una cantidad escandalosa de dinero en forma de muñecos y videojuegos, pero también es sinónimo de tener a millones de fans de culo. Lo problemático de trabajar con una franquicia tan marcada por la nostalgia es que cada uno la ha vivido de forma diferente y tiene unas opiniones propias sobre hacia dónde debería dirigirse. Es un poco como un prisma, refleja la luz en múltiples direcciones, y es complicado mantener una dirección creativa clara. Sin embargo, lo último que uno esperaría de Disney después de haber comprado LucasFilm por más de 3.000 millones de euros es que el desarrollo de una nueva trilogía estuviera marcado por la improvisación, los recules y, en definitiva, por la sensación de que nadie parecía tener ni puta idea de hacia dónde iba toda esta movida.

El Episodio VII: El despertar de la Fuerza fue un sólido soft reboot (un remake pero flojito) que supo mantener la identidad visual de la trilogía original, adaptada a la tecnología del momento, y presentar una historia que jugaba a dos bandas: por un lado introducía a un nuevo elenco de personajes y por otro retomaba a Luke, Leia, Han Solo y compañía. Se le puede acusar de no esforzarse en crear algo original, pero es que en ningún momento fue la intención.

Y entonces vino el lío. Tras un ejercicio solvente de quitarle el polvo a la franquicia y devolverla a la actualidad, la siguiente entrega optó por el camino opuesto. Los últimos jedi resultó una película irregular, con algunas decisiones valientes que nadie había pedido y que desde luego desentonaban con la obra anterior. Rian Johnson se marcó el objetivo de sorprender y desmitificar la franquicia y lo consiguió con creces, a costa de cargarse lo que había construido J. J. Abrams.

No toca ahora decidir si el atrevimiento de Johnson fue acertado. A algunos les parece el mejor capítulo de la saga, pero si me preguntáis a mí esa necesaria ruptura debía haberse producido desde el respeto, sin limpiarse el culo con décadas de legado de Star Wars, algo que él no pareció entender o bien le dio igual. Sea como fuere, la cuestión es que dejó a Disney en una posición muy delicada, agravada por el fracaso de Han Solo y los menguantes ingresos de merchandising por culpa de una sobreexplotación feroz. La compañía se encontró con dos películas completamente opuestas que no se hablaban entre sí, una situación bastante incómoda que tiraba por tierra cualquier esperanza de que la nueva trilogía de Star Wars fuera a completarse con un mínimo de coherencia. El paso lógico fue despedir a Colin Trevorrow escudándose en diferencias creativas y volver a traer al volante del Halcón Milenario a J. J. Abrams para intentar salvar lo que buenamente pudiera.

Star Wars: El ascenso de Skywalker

Y básicamente eso es lo que es El ascenso de Skywalker: un intento de deshacer las decisiones más discutibles de Johnson y finalizar la trilogía con cierta dignidad. En ese sentido, Abrams vuelve a cumplir con desempeño. Por desgracia, ese mismo hecho lastra la película y le impide ofrecer una conclusión verdaderamente destacable. Sus algo más de dos horas de complaciente metraje son una sucesión de escenas de acción bien resueltas pero atropelladas, pinceladas de fan service y encajes de bolillo para cuadrar una serie de tramas inconexas, como el origen de Rey (encauzado de forma ramplona pero efectiva) o la despedida de la fallecida Carrie Fisher, solventada con una combinación de metraje de archivo, retoques digitales y delatores planos de espaldas.

El mayor problema de la película, sin embargo, es extensible a toda la nueva trilogía y es que Disney no ha conseguido crear unos protagonistas que le importen a nadie. Centenares de figuras de Finn languideciendo en las estanterías de las jugueterías son una de las estampas más tristes que he visto en los últimos años y lo que mejor ilustra la incapacidad de estos nuevos personajes para conectar con la audiencia. Hay buenas ideas en El ascenso de Skywalker pero no consiguen impactar porque las dos películas anteriores no han logrado que nos importe el destino de toda esa gente. Y con los héroes originales reducidos a cameos (algunos realmente forzados), hay poco a lo que aferrarse.

Aunque salí del cine con una sensación agridulce, me cuesta ponerle mala cara a este Episodio IX que nació con todo en contra. No debería pagar por errores que no son suyos, y aunque no consigue cerrar la trilogía de Rey de forma memorable, sí es un correcto fin de ciclo para una franquicia que, ahora sí, debe enterrar la nostalgia y desarrollar una nueva identidad propia. Una identidad guiada por una visión creativa clara, con garra, y no por estudios de mercado. Y es que, algo que no parece entender Disney, es que para vender muñecos y camisetas de Star Wars primero hay que seducir al personal estimulando su sentido de la maravilla.

Star Wars: El ascenso de Skywalker
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