Un accidente nuclear crea una serie de mutantes atómicos asesinos que no dudarán en sembrar el caos a su paso para conseguir alimentarse de sangre viva. Un periodista intenta escapar, junto a su mujer, del desastre. Paralelamente, un grupo de militares intentarán por todos los medios detener la catástrofe.
Me pregunto cómo engañaron a mi paisano Paco Rabal para que apareciera en esta delirante película hispanoitaliana. Sea como sea, aquí está la impagable oportunidad de ver a un delgado Rabal en una de las más cochambrosas pelis de zombies jamás rodadas.
Las pretensiones del film son menos que mínimas, en principio se trata de una más de zombies. En principio, claro. El declive de una zombiemanía que entonces daba sus últimos coletazos hizo posible que este aborto se convirtiera en una de las películas más curiosas (y divertidas) de toda la filmografía zombie de la historia.
Se podría decir que el film combina lo mejor del terror italiano (la truculencia y la sordidez) y lo peor del terror español (maquillaje patético, actores de tren de la bruja y caspa para dar y tomar). Otro elemento típicamente mediterráneo de la película es el destape: en tal que te descuides te sacan unas tetazas en pantalla (a la escena de la enfermera me remito, la prueba de que estos muertos están más vivos de lo que parecía). Inconfundibles también los rostros inequívocamente ibéricos de algunos “actores”, con unos tronchantes bigotes que espero que fueran postizos.
Las “criaturas” son de punto y aparte. Generalmente el maquillaje es lamentable, pero en algunos casos concretos es todavía peor. Me refiero a los “quemados”, que más que zombies parecen tíos que han metido la cabeza en barro (quizá así fuera). También son ágiles cuando quieren y, además de usar palos, machetes o metralletas, son capaces de arreglar ascensores, pilotar avionetas y cortar hilos telefónicos con unas alicates, los muy manitas. Zombies de Romero, moríos de envidia. Curiosamente se alimentan de sangre, rompiendo con la tónica antropófaga del subgénero. Probablemente el cambio de dieta fuera sólo una solución para abaratar los costes de los efectos especiales, bastante bestias en planteamiento pero que técnicamente apenas llegan a resultones (excepto las explosiones de cráneos, bastante vistosas). Ya se sabe que un chorro de sangre sale más barato que ponerte a aplicar capas de látex.
Nada más y nada menos que tres guionistas han sido necesarios para tejer la historia de La invasión de los zombies atómicos, aunque sospecho que se trata de los seudónimos de tres chimpancés vilmente encadenados a una máquina de escribir. Es muy irritante y común encontrarnos con diálogos filosóficos inverosímiles metidos con calzador en los pasajes más relajados con el objetivo de comerle minutos al metraje. Resulta especialmente risible un discurso del protagonista en el que hace una apología de la democracia que ralla la propaganda más trasnochada. Un poco tarde para una España que ya dejaba atrás la Transición.
Después de ver salir de un avión a un grupo de muertos vivientes disparando ametralladoras, zombies electricistas y una pelea con uno vestido de cura armado con un cirio, entre otros momentos estelares que prefiero no desvelar, el espectador cree que es imposible que la película llegue más lejos, pero el momento más delirante, cuando se riza el rizo, llega al final, capaz de provocar carcajadas, llantos y aydiosmios por igual. Totalmente demencial, una auténtica bomba.
La invasión de los zombies atómicos es una pieza imprescindible en toda zombiteca que se precie y un caramelo demasiado irresistible para los amantes de la caspa más delirante (esos tipos que gustan de emplear palabras como “psicotrónico”).