Justino trabajaba como puntillero en la plaza de toros de Las Ventas antes de que le presionen para firmar la jubilación anticipada. Incomprendido por sus hijos, se ve incapaz de afrontar su nueva condición de jubilado y se refugia en el bar El Rejonazo junto a su amigo Sansoncito, almohadillero de la plaza. Una noche, de manera improvisada, Justino inicia su carrera criminal. Sus asesinatos, casi casuales, son para él la continuación de su trabajo como puntillero y una vía de escape para desahogar su angustia.
Siempre he creído que el mayor problema del cine español es su propio complejo de inferioridad. “Spain is Different” y a veces nos olvidamos de ello en nuestra obsesión por imitar al país vecino de turno. Otras veces, surgen proyectos de gente algo más inteligente que, en vez de avergonzarse del legado cultural de nuestros abuelos, defienden con orgullo la España cañí del jamón serrano y los bares de viejo. De este modo, Justino recupera el concepto de psychokiller castizo propuesto por Álex de la Iglesia en su glorioso corto Mirindas Asesinas. Inevitablemente, el uso riguroso de un blanco y negro contrastadísimo y la presencia de Saturnino García (que realiza una interpretación magnífica) remiten al cortometraje del barbudo realizador.
La historia de Justino es más compleja de lo que sugiere la sinopsis. La disparatada trama funciona gracias a un guión equilibrado y divertido, que combina con habilidad comedia negra, suspense y una sagaz crítica del abandono de los ancianos. Y lo más sorprentente es que los realizadores consiguen que te creas la historia, un mérito compartido también por el buen trabajo de los actores y una dramática banda sonora muy acertada.
El ritmo de la película es fluido y el final, emotivo y sorprendente, pone la guinda a una de las películas más satisfactorias del cine español.
Como curiosidad, los autores reconocen haberse inspirado en Henry, retrato de un asesino en serie, de John McNaughton, y el ojo avispado puede encontrar algún que otro guiño.