
A pesar de su origen francés, Pascal Laugier es un tío con agallas. Lo demostró sobradamente con Mártires (Martyrs, 2008), la primera película de género torture porn que consigue justificarse a través de un avispado guión y que inexplicablemente sigue inédita en nuestro país, a pesar de haberse labrado una merecida fama de título de culto.
Ahora, diez años después y tras haber recurrido a las dadivosas arcas canadienses como paraguas, tan agradecidas hacia los cineastas de género, vuelve a dejar bien patente su talento. Ghostland es una película sorprendente que consigue algo que parecía imposible: traer aire fresco a un género tan limitado de pura base como es el terror del palo home invasion sin pervertirlo ni caer en la autoparodia.
El arranque del filme es engañosamente trillado. Una madre se muda junto a sus dos hijas adolescentes a un viejo caserón heredado, situado en mitad de ninguna parte. Por supuesto, la casa os la podéis imaginar. Una trampa mortal de maderos crujientes con una instalación eléctrica ruinosa, papel pintado malrollero y mugre para quedarse pegado al suelo. Cuando llega la noche y se desata el terror de mano de dos personajes grotescos que en principio parecen sacados de cualquier slasher ochentero de medio pelo el último sorprendido es el espectador.
¿Te parece que esta película ya la has visto mil veces? Pues sí, pero en realidad ese punto de partida tan familiar no es sino una trampa hurdida hábilmente por Laugier para que los listillos bajen la guardia y les duelan más las patadas en el estómago que van a recibir durante la muy ajustada hora y media de metraje. A Ghostland le gusta jugar al despiste y esa premisa inicial se revela como algo mucho más interesante y estimulante.

Es muy recomendable ir a ver Ghostland sin haber leído o visto gran cosa, más por salvaguardar el factor sorpresa que porque sea una película tramposa. Hay giros importantes, pero no son efectistas sino que cumplen una función muy específica en cuanto al desarrollo de personajes. Ahí lo dejo.
Sus mayores méritos, sin embargo, son la atmósfera turbia y malsana que impregna cada fotograma, así como una magnética dirección que juega con la tensión con la maestría de un trapecista. Laugier conjuga con gracia momentos de quietud perturbadora con estallidos de crudeza en los que da rienda suelta a su sobradamente demostrada mala leche. No llega a las cotas de visceralidad de Mártires, pero a más de uno se le van a atragantar las palomitas.

Cualquier aficionado al cine de terror con cierto rodaje a estas alturas estará más que harto de los vicios impuestos al género por los grandes estudios, después de que éxitos como It o la saga de los Warren hayan demostrado que puede ser tremendamente rentable. Ghostland nos recuerda que hubo un tiempo en el que llegaban a las pantallas horrores sin domesticar, verdaderamente inquietantes y con capacidad para generar sensación de peligro en el espectador. Un tiempo en el que los chavales se veían obligados a acercarse a películas como La matanza de Texas casi de forma clandestina, pasándose mugrientas cintas de vídeo a escondidas, como si fueran bolsitas de hierba.
No solo estamos ante una de las mejores películas de terror de los últimos años, asfixiante y deliciosa por méritos propios, también es un brillante homenaje que ha sabido destilar como muy pocas lo mejor de un género que, precisamente por popular, está pasando por una de las peores rachas de su dilatada historia. Ciertamente, Lovecraft habría estado orgulloso.
