La primera entrega de El Hobbit me pareció una maravillosa película de aventuras, impecable en lo visual y con corazón de mazapán. Tanto me gustó que bajé la guardia y he acudido a ver su continuación con ciertas expectativas de encontrarme con el listón más o menos al mismo nivel. Que quede bien claro desde el primer párrafo: no es el caso. Ni de lejos.

La desolación de Smaug pone de relieve con dolorosa evidencia que, por mucho que Peter Jackson y sus productores se empeñen en estirar el chicle, el material original no daba para una trilogía cinematográfica. Las primeras noticias de la producción apuntaban a una división en dos entregas, una planificación que más tarde se amplió a tres películas. Las matemáticas son implacables y en vista de los resultados es evidente que esta segunda parte es la que sobraba, con media hora de desarrollo argumental y dos horas de relleno que culminan en un final abrupto que sienta como una auténtica bofetada. Solo falta el rótulo “nos vemos el año que viene, no olvide pre-comprar su entrada al salir”.

Peor aún que el vacío narrativo es la falta de tino en las escenas de acción. Si el año pasado Bilbo nos hizo vibrar con unas aventuras bien planteadas y rebosantes de imaginación, en esta ocasión su viaje se reduce a un correcalles atropellado con desencuentros dolorosamente previsibles y mal resueltos. Tanto es así que los momentos más emocionantes de toda la cinta están protagonizados por el afeminado Legolas, uno de los personajes más ostiables de la literatura occidental. Así de mal está la cosa, caballeros.

Y da rabia que la película sea tan sosa porque no era nada difícil salvar los muebles teniendo en plantilla a dos titanes de la actuación como son Martin Freeman e Ian McKellen. Sin embargo, de forma inexplicable, se han recortado hasta la indignación los minutos en escena de Bilbo y Gandalf, los dos únicos personajes que consiguen comerse la pantalla, en favor de dar mayor protagonismo a los enanos guaperas del grupo. Esto incluye una indignante subtrama amorosa enano-elfa que nadie se cree, ¿necesidad de un personaje femenino fuerte para complacer al lobby feminista? Que me parta un rayo si lo sé, pero este delirio no funciona a ningún nivel.

La desolación de Smaug ni siquiera puede presumir de los fabulosos diseños de criaturas de la primera entrega, donde (acreditado o no) todavía se  dejaba notar la oronda sombra de Guillermo del Toro en las labores de preproducción. Atrás queda ese halo de cuento de hadas oscuro que tanto gusta (y tan bien se le da) al director mexicano y nos quedamos con la incómoda incertidumbre de qué habría pasado si la historia de Bilbo Bolsón hubiera continuado como esa producción en dos entregas que él planeó antes de bajarse del barco.

“Ocasión perdida” es la impresión que se le queda uno ante este apéndice de 150 minutos. Una innecesaria “película-puente” entre la fabulosa presentación y, esperemos, un desenlace a la altura. Al menos siempre nos quedará el libro.

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