Es difícil no ir a ver El Hobbit: Un viaje inesperado con un mínimo de recelo. Para los que hemos conocido a Tolkien en una época temprana de nuestra vida esta mierda es una cosa muy seria y la decisión de convertir en trilogía cinematográfica un librito de apenas 300 páginas se antoja absurda y de una glotonería comercial insultante. A pesar de las dudas, no me tembló la mano al pagar los casi 10 eurazos que cuesta ya un pase en 3D y elegir mi asiento favorito: la butaca 13ª de la sexta fila. Temeroso, pero decidido, como cierto personajillo de patas peludas.
Tres horas después lo mejor que puedo decir es que acudí maldiciendo a Peter Jackson por haber querido convertir a El Hobbit en un Señor de los Anillos y al final he salido de la sala deseando que El Señor de los Anillos hubiera sido más El Hobbit. Porque Tolkien, la verdadera magia de la Tierra Media, no está en las grandes batallas entre elfos y orcos, ni en la ferocidad destructiva del Balrog. Está en la lucha de acertijos entre Bilbo y Gollum o en la acalorada discusión entre los trolls sobre cómo cocinar a los enanos, pequeños momentos de genuino encanto. Como dice Gandalf en uno de los momentos estelares de la película: “He averiguado que son las pequeñas cosas cotidianas de la gente común las que mantienen la oscuridad acorralada … pequeños actos de bondad y amor“.
Esta menor escala de El Hobbit es lo que, a mi parecer, permite que estas tres horazas, alargadas o no, se pasen como un suspiro y la aparición de los créditos sea tan traumática como cuando un niño se ve abandonado por sus padres en su primer día de colegio. Cierto es que la sensación de peligro es menor y no existe el amenazador acoso de los Nazgûl ni esa urgencia por detener a Sauron, supuestos defectos que en realidad se convierten en virtudes cuando Bilbo firma su contrato, coge su mochila y se despide de la Comarca para vivir ¡una aventura! Porque cuando llega este momento el espectador, fundido en uno con la butaca, solo quiere perderse en esta Tierra Media más ingenua y pacífica que de costumbre, como su fuera uno más de la compañía de Thorin Escudo de Roble, invisible a los demás por la magia del Anillo Único.
Y aquí lo dejo, porque el resto del viaje es algo que debe experimentarse por uno mismo, a ser posible en los tradicionales 24 frames (el 3D lo dejo a gusto del consumidor). Es que ni por curiosidad recomiendo pasar el mal trago, este nuevo formato de 48 fps le da a las escenas un aspecto acelerado y paradójicamente irreal, por demasiado real; un valle inquietante que distrae de la acción y empaña un despliegue visual absolutamente impecable. Algo que sería una pena, porque el diseño de las criaturas es especialmente sensacional, a destacar un rey de los trasgos donde se deja ver el fantasma de Guillermo del Toro en la preproducción, antes de dimitir como director por desacuerdos que no vienen al caso.
Y ahora, con permiso, voy a meditar si esta noche debería ir a ver El Hobbit otra vez mientras paseo descalzo por mi jardín con un buen libro debajo del brazo, maravillado por los dibujos que forma el humo de mi pipa, tan parecido al aliento de un dragón escupefuego del norte…