Recibir un nuevo lanzamiento de Dead Can Dance en 2018 debería ser motivo de celebración. De fiesta nacional, incluso. Sin embargo, con Dionysus el dúo británico-australiano ha conseguido lo impensable: polarizar en extremo a sus seguidores. Y eso es mucho decir cuando hablamos de una de las formaciones más caprichosas e inclasificables de la música moderna.
Si creías que Spiritchaser (1996) fue un disco demasiado étnico y estrafalario, prepárate para Dionysus. Inspirado en las ceremonias de invocación de los cultos al dios del vino, se trata de un perfecto homenaje a esta deidad inspiradora del éxtasis ritual, con todo lo bueno y malo que ello implica. Se trata de un álbum complejísimo, muy difícil de asimilar a una primera escucha, que recompensa al oído paciente llevándolo a territorios musicales inexplorados.
Letras recitadas en un idioma ininteligible, coros tribales, instrumentos que parecen desenterrados de las ruinas de algún pueblo ancestral sepultado, cabras y pájaros de fondo… Dionysus es la antítesis del excelente pero demasiado convencional Anastasis (2012) y, aunque a nivel sonoro resulta fascinante, como disco de Dead Can Dance requiere asimilar una serie de peculiaridades que pueden resultar decepcionantes en una primera aproximación y, para los fans más integristas, incluso motivos para sepultarlo al rincón más oscuro de su discoteca.
El más obvio es el papel secundario que juega Lisa Gerrard en la grabación. Resulta bastante frustrante ver a una de las mejores voces de nuestra generación reducida a unos pocos coros ocasionales, aunque sean sensacionales y en ellos vuelva a demostrar su increíble versatilidad vocal. Pero es que en realidad el álbum es mayormente instrumental y ni siquiera Brendan Perry canta demasiado, lo que nos lleva al siguiente problema: la brevedad.
Con una duración de apenas 35 minutos, Dionysus se siente más como un EP venido a más que como un disco completo. Y no ayuda la decisión de que la música esté contenida en dos únicas pistas en la edición en CD. Se trata de dos “suites” de alrededor de un cuarto de hora, divididas en tres y cuatro movimientos, respectivamente. Aunque la naturaleza de la música incita a escuchar el disco al completo, habría sido una mejor decisión dividir el disco en siete pistas para poder disfrutar de los movimientos de forma independiente, como sí sucede en la versión digital disponible en Spotify y plataformas similares.
Llegados a este punto me quito la careta y reconozco que mi primera reacción al enfrentarme a Dionysus fue de desagrado. El videoclip de adelanto ya me había preparado el cuerpo para esperar un lanzamiento atípico, pero el resultado me resultó tan extraño e imprevisible que me mantuvo al menos otras cinco escuchas con la ceja levantada, sin saber si me gustaba o lo odiaba. Progresivamente mi insistencia se vio recompensada y fui empapándome de sus sonidos, hasta que he podido verlo como el disco redondo que es. Al final, creo que incluso su brevedad, que inicialmente me pareció imperdonable, acaba jugando a su favor, potenciando su extraordinaria consistencia.
Hay quien calificará a Dionysus de marcianada pedante, no sin cierta razón. Sin embargo, lo que para cualquier otra banda habría resultado un bodrio infumable, Dead Can Dance consigue convertirlo en una obra trascendente. Más que una continuación de su discografía debería considerarse un punto y aparte, un trabajo conceptual independiente que celebra la expansión de la mente y la unión del hombre con la naturaleza. Esto es arte. Y el arte no entiende de expectativas ni decepciones.