Fuego, de Joe HillMe gustan las novelas postapocalípticas porque, como el western, la piratería o el medievo, son barro para moldear historias sobre la condición humana en su estado más puro, sin estar condicionadas necesariamente por la presencia de la ley o la moral. Son, en definitiva, una estupenda manera de derribar los encorsetamientos del mundo civilizado y establecer una serie de reglas propias desde las que poner a los personajes en situaciones límite.

Precisamente por ser un subgénero que invita a subvertir todas las convenciones resulta frustrante que tantos autores recurran a los viejos clichés de muertos vivientes y pastiches de Mad Max. Con Fuego, Joe Hill huye de esos trilladísimos lugares comunes y propone una plaga relativamente original: una misteriosa espora que provoca combustión espontánea en los infectados.

Fuego, de Joe Hill

La protagonista es una compasiva enfermera del tipo “eres tan buena que eres tonta” que acaba contrayendo la llamada escama de dragón. La cosa se complica aún más cuando descubre que está embarazada y esto la lleva a romper el juramento de suicidio que había acordado con su marido si llegaba a infectarse. Escoge vivir, al menos hasta que nazca el bebé, y así inicia una huida que la lleva a profundizar en la naturaleza de la espora mientras buscar refugio en una especie de comuna clandestina de infectados. Lejos de ser la solución a sus problemas, ese refugio secreto que rinde culto a la escama de dragón con fervor religioso resulta estar, a su manera, tan podrida como las patrullas paramilitares de ciudadanos que salen a dar caza a los afectados por la espora.

Como toda buena novela postapocalíptica (y Fuego es ambas cosas), el foco de la narración no es tanto la propia epidemia como el colapso social que trae consigo. Y, antes que eso, la historia es una reflexión sobre la espiral destructiva que trae consigo el fanatismo y la intolerancia. Es por ello que resulta especialmente interesante toda la parte relativa al campamento, donde Joe Hill plasma un rico microcosmos de “enfermos” que, en su ansia por integrarse entre sí, terminan adoptando una sociedad que recuerda de forma nada sutil a una secta.

Sobre ese escenario, el autor realiza una serie de reflexiones muy inteligentes que podrían interpretarse como una feroz crítica hacia las redes sociales. La falsa aprobación social de los “likes” ha convertido a muchos usuarios de Instagram o Twitter en verdaderos adictos a los chutes de oxitocina, la conocida como hormona de la felicidad y el amor. Las personas con problemas afectivos o baja autoestima son especialmente vulnerables a este fenómeno y en algunos casos pueden acabar como verdaderos yonkis del postureo.

Esa es la verdadera plaga de la que nos advierte Joe Hill. Y, con Fuego, propone curarla mediante los buenos sentimientos, la autenticidad, la empatía y, en definitiva, comportándonos como seres humanos decentes. Ya, ya lo sé. Estamos bien jodidos si dependemos de eso…

Fuego, de Joe Hill

De casta le viene al galgo

Aunque hace ya varios años que se sabe que Joe Hill es el segundo hijo de Stephen King, no creo que después de esta cuarta novela hubiera podido mantenerlo en secreto mucho más tiempo. Con cada nuevo trabajo las similitudes entre ambos escritores son cada vez más evidentes y, si bien el estilo de Hill es algo más fresco y juvenil, es innegable que Fuego rezuma mucho de la épica de Apocalipsis o la mala leche de La larga marcha, por citar dos referencias de su padre.

Y, como la mayor parte de las novelas de King, Fuego también peca de cierta irregularidad e incontinencia narrativa a lo largo de sus más de 800 páginas. No es tan intensa como Cuernos ni tan redonda como NOS4A2, pero Hill se las arregla para no tropezar con su propia ambición y agarrar por el pescuezo al pobre lector, condenado a acabar con ojeras de mapache repitiéndose aquello de “otro capítulo más y lo dejo” hasta las tantas de la madrugada.

También se le puede echar en cara el uso de algunos giros argumentales demasiado baratos o que pierde demasiado tiempo construyendo conflictos que después resuelve de forma un tanto abrupta, pero Joe Hill compensa esos puntos flacos con un ritmo que corre como una llamarada por un reguero de gasolina. Y, seamos justos, los defectos de estilo de su padre no me han impedido reservarle cuatro estantes de mi librería en exclusiva.

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