Joaquín Grau, un periodista muy vinculado a los asuntos parapsicológicos, escandalizó en 1989 con la publicación de Donde los espejos se multiplican: un amor necrófilo, una novela demoledora que aborda la necrofilia desde un punto de vista gráfico hasta lo vomitivo. Casi treinta años después, el libro no ha perdido ni un ápice de su malsano impacto. Y es que se trata de una de las pocas obras de ficción donde un aviso en la contraportada que advierte de que es “solo para espíritus fuertes” está perfectamente justificado y no es solo una burda estrategia de marketing (aunque seguro que mal no le vino a la editorial para colocar unas cuantas copias, que ya nos conocemos).
Como el juego de espejos que sugiere el título, la historia transcurre en tres direcciones que se entrelazan. Por un lado se narra en tiempo presente la progresiva degradación del cadáver de Clara y las sucesivas vejaciones a las que lo somete Andrés, el enloquecido hijo de un sepulturero que ha heredado el negocio familiar. El autor no se ahorra detalles y regala unas descripciones repugnantes en grado extremo, desde los abusos sexuales iniciales hasta que el cuerpo putrefacto de la chica se llena de gusanos y se convierte en una masa supurante de gases y fluidos en descomposición. Como un niño que se mete en un charco de barro y disfruta chapoteando, Joaquín Grau encuentra un perverso placer en una espiral de degradación que, si bien peca de reiterativa y de un abanico de adjetivos sonrojantemente limitado, consigue mantener al lector enganchado y asqueado a partes iguales.
La barbarie de Andrés se ve interrumpida por algunos flashbacks del pasado donde se retrata su entorno disfuncional y se cuentan sus primeros encuentros con Clara, de niños, y cómo se convirtió en su primer amor. Un amor frustrado por las circunstancias que le dejó marcado y posteriormente traumatizado, cuando al dolor de la pérdida se sumaron otras cosas. La ternura de estos pasajes contrasta con la carnicería necrófila del Andrés del presente y le da un matiz trágico a sus acciones. Resulta imposible empatizar con un personaje tan absolutamente desquiciado, pero trazar una línea entre sus recuerdos infantiles y su descenso a la locura más absoluta le aporta una profundidad dramática que consigue sostener el libro e incluso darle cierta emotividad.
Por último, el autor introduce una serie de ensoñaciones a través de las cuales el personaje reflexiona sobre cuestiones como la soledad o la desesperanza. Se trata de divagaciones pretenciosas, pretendidamente poéticas, que tropiezan por ser demasiado confusas, otras veces por ser demasiado superficiales y casi siempre porque a Joaquín Grau le cuesta llegar a cotas literarias más elevadas. Se trata de la parte más difícil de digerir del libro, y eso es mucho decir cuando hablamos de una historia que hace al lector partícipe de la fetidez que emana del sistema digestivo de un cadáver en descomposición, amén de otros detalles igualmente coloridos.
Donde los espejos se multiplican: un amor necrófilo es, probablemente, el libro más asqueroso y perturbador que he leído nunca. Se trata de una lectura nauseabunda que va acompañada de un nihilismo moralmente incómodo. Es una ventana al agujero más oscuro del alma humana y es aquí donde reside su interés, incluso cierto poder de fascinación. Joaquín Grau invita al lector a asomarse al abismo y descubrir, para su sorpresa y horror, que en el fondo de las profundidades hay un espejo que le devuelve la mirada.