Me gustan los niños. Puede que algún día no me guste tanto cambiar pañales chorreantes de sustancias nauseabundas, pero hasta la fecha puedo decir que la sonrisa sincera y despreocupada de un niño bien cuidado suele ser suficiente para ponerme de buen humor. Es por eso que cada vez que veo a una madre con su hijo en carricoche no puedo evitar echarle un vistazo a la criatura, casi siempre de forma inconsciente, y contagiarme de la felicidad que irradian esos seres de luz cuya inocencia aún no ha sido aplastada por el peso del mundo.
Así fue la cosa el otro día, cuando me encontraba en un centro comercial buscando una tercera película para completar una oferta de 3×2. Me apetecía un western, pero no terminaba de decidirme entre la idealizada pero cándida La conquista del Oeste y la despiadada crudeza de Grupo salvaje. A punto estaba de dejar las dos cuando pasó por mi lado un carrito tirado por una rolliza mujer colombiana o puede que ecuatoriana.
Automáticamente me giré, buscando con la mirada un niño moreno y regordete. Pero no, lo que había dentro del carricoche era un anciano en miniatura, encogido y arrugado como una pasa, con el rostro desencajado por una mueca sacada de un cuadro de Edvard Munch. La inesperada visión me dio un puñetazo en los morros y sin darme cuenta di un paso atrás, quiero pensar que impactado por la sorpresa más que por el horror.
La bofetada de realidad debería haber acabado ahí, pero desde entonces hay algo que no me quito de encima. No fue la mera la visión de los estragos de alguna enfermedad degenerativa bien jodida. Eso, por desgracia, lo tengo ya muy visto. Lo que llevo conmigo, como un chicle que se resiste a despegarse del todo de mi zapato, es que mientras daba mi vergonzoso traspié pude ver en los ojos de ese señor paralizado una tímida respuesta ante mi rechazo. Un brillo lastimoso que delataba que dentro de esa prisión de carne y decrepitud, en algún lugar, todavía quedaba una chispa del espíritu de un hombre que alguna vez vivió y amó.